< El primer loco



Capítulo II


En efecto, como el que gozase en arrancarse las propias entrañas, Luis, con acento cada vez más expresivo y conmovedor, prosiguió hablando de esta manera:

-Usted está hechizado -me dijo una mañana la amiga de Berenice, acercándoseme en el claustro de la catedral, en donde agobiado por la tristeza me paseaba oyendo resonar a lo lejos el órgano, mientras leía como en libro consolador los epitafios de las sepulturas que iba pisando con mis pies-. Usted tiene en sí un maleficio, añadió, y es fuerza que le venzamos. Hace tiempo que me han autorizado para ello, y al fin veo que es necesario llevar a cabo obra tan meritoria. ¿A qué proseguir soñando y consumiéndose por lo que para usted es menos que una sombra? Ella no era capaz de amar, ni comprendió nunca el verdadero significado de esa palabra.

Y como notase que tan amargas aseveraciones me hacían un daño tal que se traslucía en mi rostro de una manera harto clara la dolorosa sorpresa y el desagrado que me causaban, prosiguió diciéndome con cariñosa severidad.

-El cauterio es un remedio fuerte, pero indispensable para curar ciertas heridas, y precisamente un cauterio es el que yo quiero aplicar a ese pobre cuanto rebelde corazón, por más que usted se enoje conmigo. No desagradó usted en un principio a Berenice, por el contrario, interesábale su aire melancólico y encontraba esa cabeza de poeta romántico que a la suerte plugo concederle digna de que una hermosa fijase en ella la distraída mirada. Y como vio por otra parte, bien claramente, el violento amor que había inspirado, y como le hiciese gracia suma la manera no común con que usted la rendía reverente culto, hubo de prestar atención a las extrañas melodías de aquel que ensalzaba su belleza sobre cuantas en la tierra pudieran existir, y de aceptar el incienso que un idólatra quemaba con fe ardiente en sus aras.

-¿Sabe usted -me dijo cierto día-, que me aqueja un pesar?

-¿A ti? -la pregunté sorprendida, porque en su semblante brillaba esa serenidad y complacencia propias de quien está satisfecho de sí mismo.

-No sé si me expresé mal -añadió-, pero es el caso que me siento disgustada, aburrida, y que, semejante al pájaro aprisionado, me agito sin cesar aguijoneada por una insoportable impaciencia que me incita a recobrar mi libertad.

-Pues encuentro muy extraño todo ello y no lo entiendo -la repliqué-, explícame, si puedes la causa de tus disgustos.

-Ese hombre, amiga mía -añadió-, va siendo para mí una verdadera pesadilla; no he visto modo de delirar como el suyo. Verdad es que, dado su carácter excéntrico, soy culpable de haber contribuido a enloquecerle, no tan sólo porque le hablé y escribí desde que nos conocemos en la misma forma lírico-melodramática que él usa siempre conmigo, sino porque hice tan a maravilla el papel que me propuse representar, en tanto esto pudo servirme de solaz, que el buen Luis llegó a creer en mí aún mucho más que en Dios, sin que ni un solo instante hubiese dudado de la firmeza y rectitud de los sentimientos que suponía abrigaba mi pecho. Hallóme por esto tan hecha a su gusto, y su entusiasmo fue creciendo y creciendo de tal manera al ver cómo yo sabía corresponder a su afecto, que llegó hasta el delirio y a la extravagancia más inverosímil en las demostraciones de su fantástico amor. Imagínese usted que se empeña en que nuestros espíritus tienen el don especial de atraerse y andar dando vueltas, abrazados, yo no sé por qué selvas e imaginarios espacios, y que no cesa de soñar con la muerte y la felicidad que hemos de gozar en mejores mundos, ¡cuando yo me hallo en éste tan a bien con la vida! Usted que conoce mi carácter, tan poco dado a andar fuera de lo real, comprenderá hasta qué extremo excitarían mi buen humor semejantes fantasías, repetidas a todas horas y en toda ocasión, y comprenderá asimismo como pudo llegar un momento en que se me hiciesen completamente antipáticas e insoportables. Amén de esto, como yo no he de unir mi suerte sino a la del hombre que mi padre quiera, sería completamente inoportuno que prosiguiese alentando sus locos desvaríos. He aquí por qué, al ver que esa criatura a todas horas y en todas partes se halla como pegado a la cola de mi vestido, vigila continuamente mis acciones, ronda mi puerta como un salteador y ha dado en tomar más en serio cada vez coqueterías de un momento y promesas que todos los amantes, o que se llaman tales, hacen hoy para olvidarlas mañana, llegó a impacientarme y ser mi sombra más temida. Me estremezco de disgusto cuando le veo, me asusta y enoja adivinar que me sigue cuando nos encontramos, y me siento mal si veo sus ojos de vampiro fijos en mí, con una mirada que tiene tanto de sospechosa como de ridícula. Si hubiese un alma caritativa (porque yo no me atrevo) que le fuese haciendo entender todo esto y me librase así de semejante loco...

Calló la viuda algunos momentos mientras me observaba como queriendo escudriñar en mi pensamiento, y después, sin que el horror que producían en mí las abominaciones que acababa de revelarme fuese bastante a sellar sus labios, prosiguió diciendo con el mismo valor con que el cirujano opera al enfermo, no bien seguro de si tras de los tormentos que le produce con su bisturí han de volverle la salud o llevarle más de prisa hacia la muerte:

-Poco tiempo después de haberme hablado así -añadió-, el padre de Berenice regresó de la corte trayendo para marido de su única hija a un newyorquino tan grande como un mastodonte, pero riquísimo, con lo cual dicho está que se apresuró a romper con usted de la manera que lo hizo y tanto deseaba: y... ya sabe lo que ocurrió. Antes de partir, sin embargo, Berenice, que no era precisamente mala, sino (como tantas otras mujeres bonitas y aun feas) sencillamente coqueta, superficial, y, digámoslo sin ofensa suya, sensata hasta rayar en lo vulgar, parece que sintió por usted así como remordimientos, y llamándome aparte me dijo:

-Casi me da lástima dejarle tan triste y entontecido, y si usted en su experiencia comprendiese que diciéndole la verdad desnuda podría curarse de su pasión, le suplico que lo haga sin temor alguno y sin callarle cosa, aun cuando haya de odiarme, porque a decir verdad, casi prefiero ya su odio a su cariño. Repítale hasta que lo entienda bien que vivió engañado, y que le aconsejo me olvide para siempre.

-¿Y no la buscaste para matarla? -exclamó Pedro indignado.

-¡Matarla... yo a ella! -repuso Luis con aquel acento de recogimiento y beatitud que le eran propios al hablar de su ídolo-. Horrible era, muy horrible, cuanto aquella excelente señora me revelaba; pero todavía, y como si se tratase de una venda que pudiese quitarse o ponerse en el lugar lastimado, añadió filosófica y candorosamente:

-Ahora medite seriamente en cuanto le llevo dicho, que es la verdad desnuda sin exageraciones ni omisiones de ningún género, y olvídese por completo del pasado. Todo aquello fue un sueño; haga, pues, por vivir y alegrarse, ame a otra que sepa comprenderle, y no me guarde rencor porque le haya hecho saber cosas que, si al pronto habrán de herirle en lo vivo, acabarán después necesariamente por curarle de tan insensata pasión.

-Y tú, en efecto, te has curado, ¿no es cierto? -preguntó Pedro.

-Lo eterno no puede morir -replicó Luis con acento profético-; por eso, aun cuando en aquellos momentos de indecible sorpresa me sentí vacilar y agonizar, no tardó mi destrozado corazón en volver a sus creencias y a su fe. Porque... yo te lo digo, Pedro, no es posible inspirar una pasión como la que yo siento por ella y ser ajeno e indiferente a aquéllos que para siempre hemos encadenado a nuestro destino; ni puede, en absoluto (así lo creo firmemente), depender de nosotros la vida, la felicidad, la eterna esperanza de una criatura, aun la más miserable, sin que deje de existir entre nuestra naturaleza y la suya cierta íntima y secreta relación, cierta fuerza oculta que nos liga a ella, aun cuando no nos apercibamos de que las ligaduras existen, y aunque nos imaginemos hallarnos a una distancia insuperable de quien nos llama y desea como el ciego desea la luz y las flores el calor del sol.

-Ilusiones, todas ilusiones -repuso Pedro-. Yo creo, por el contrario, que si existen realmente fuerzas secretas que pueden influir en nuestros destinos, esas fuerzas nos separan precisamente de los que nos aman y nosotros amamos, y nos separan con una crueldad que hace pensar con cierto supersticioso temor en la preponderancia y dominio del mal sobre el bien.

-Eso mismo pensaba yo en otro tiempo, pero no ahora en que ideas bien diversas son para mí como artículo de fe de que no es posible dudar. Por aquellos días, sin embargo, yo también vacilaba como el más ignorante y mísero, y cuando la amiga de Berenice se alejó dejándome entregado al infierno de mi pensamientos, la maldije como a mi más encarnizado enemigo. ¿A qué me había hecho saber lo que, ¡dichoso de mí!, ignorara hasta aquellos momentos que cuento entre los más dolorosos de mi vida? Verdades hay, Pedro, que no debieran sernos nunca reveladas. ¡Santa ignorancia aquélla que nos aduerme en una engañosa felicidad! Decidle a una madre: tu hijo ausente ha muerto; decidle a una esposa: tu marido te engaña; decidle a una mujer de esas que se han entregado en cuerpo y alma por entero y para siempre a un solo hombre: nunca has sido amada, sino burlada y vendida; ¿para qué? ¿Quién desearía saber tales cosas mientras pudiesen permanecer ocultas a sus ojos, en el misterio? En vano, sin embargo, pretenderíamos huir al castigo a que en lo alto se nos ha sentenciado, porque los velos más espesos se rompen ante nosotros, que tenemos que ver lo que escondían. Ábrense los duros peñascos y hablan los muertos para mostrarnos el engaño, el abismo, la mentira, para hacernos oír la verdad que ha de sumirnos en negra desesperación. Tal me sucedió a mí, viéndome precisado a escuchar lo que venía a arrancarme el único consuelo que en mi abandono me restaba: la creencia de que había sido verdadera e intensamente amado por ella. Tras de un doloroso despertar, otro más doloroso todavía; tras de la ingratitud la indiferencia, el escarnio, el olvido... Porque es de esa manera que apenas la mente concibe sin espanto, cómo la mano oculta viene a herir en lo vivo a aquéllos cuyo pecado consiste en haber amado mucho a alguna criatura, sin acordarse de que hay algo más grande a quien debemos la adoración que por un ser puramente terreno le hemos negado... ¡Y qué horribles son esos castigos cuando el objeto de tu idolatría es el destinado por la Providencia a hacértelos sufrir! Porque tú querrías andar por el mundo pobre, errante, humillado y enfermo, con tal de que hubieses de soportar estos males teniendo a tu lado al ser por quien todo lo hubieras dado y perdido; pero he aquí que, sonriéndote la gloria, la juventud y las riquezas, todo eso te sobra, porque aquélla a quien adoras de rodillas y por quien todo lo ambicionas te falta, te odia, te huye y se burla de ti... ¡Espantoso... muy espantoso es esto, Pedro! Sentí yo todo el peso de semejante desventura cuando vi que la amiga de Berenice se alejaba dejándome con la ponzoña en el alma, y no pude menos de volverme contra el cielo, y viéndome así tan maltratado, acusar de cruel al autor del universo.

-¡Levantaos, muertos! ¡Venid a decirme que soy un blasfemo, un impío, y llevadme después con vosotros a los lugares en donde es inacabable la pena o termina el dolor, y reina la verdad y luce el eterno día! El mundo en que vivo es odioso y le maldigo una y mil veces.

Así exclamé golpeando con mi planta las tumbas, que permanecieron cerradas, como si en ellas no hubiese más que inanimado polvo, mientras los guardias de la catedral, envueltos en sus hopalandas negras y rojas, pasaban a mi lado, iban y venían encendiendo los cirios y aventando sosegadamente el fuego de los incensarios, como si desde que la catedral es catedral existiesen tan sólo para ejercer, como máquinas vivientes, aquellos actos eternamente repetidos de la misma manera. Aquellos hombres que pasan tranquilos la existencia viendo correr los monótonos días a la sombra de aquellas severas naves que parecen guarecerlos contra lo más recio de las tempestades mundanas, aquellos hombres no tenían el sublime cuanto triste privilegio de amar como yo amaba. ¡Cuánto envidié entonces su uniforme existencia...!

De pronto sentí deseos de huir, y del claustro pasé al templo, yo no sé si con la intención de insultar cuanto había en él de más sagrado. Pero a mi oído llegó el eco de los violines que gemían en la alta tribuna con acento entre sublime y desgarrador, y cambió para mí la escena. Imagíneme que las bóvedas de granito iban a desplomarse sobre mi dolorida cabeza, y creyendo llegado mi fin (tan intenso era el dolor que me taladraba el corazón) me apoyé contra un sepulcro para esperar la muerte. Las notas tristísimas que el arco arrancaba a las cuerdas del violoncello y de los violines parecían asimismo que me arrancaban el alma, y trémulo, sintiendo que mi cuerpo se helaba poco a poco y que se doblaban mis rodillas, me tuve por dichoso, creyendo que iba por fin a acabar mi carrera en el mundo en medio de aquella tristísima pero dulce agonía. Mas... callaron de pronto los violines, y las salmodias de los monaguillos y canónigos dieron comienzo, resonando en mis oídos rudas como un canto primitivo y monótonas como una existencia sin ideales ni ilusiones.

Había cesado el encanto, y aquellas salmodias me despertaron desagradablemente a la vida, que no quiso todavía abandonarme. Yo te aseguro, sin embargo, que nadie puede morir, por grandes que sean sus dolores morales, cuando salí vivo del templo y me hallo aquí todavía. Si el dolor pudiera pesarse, ¡cómo habríamos de admirar entonces las colosales fuerzas de algunos espíritus, la poderosa energía de algunas almas nacidas y templadas para el sufrimiento!

¿Adónde fui después...? ¡Ah!, ya recuerdo. Atravesé los lóbregos soportales de la Rúa, que aquel día asemejaban la subterránea galería de una catacumba, y después me dirigí, sin conciencia de lo que hacía, hacia los Agros. Desde que era desventurado, iba entonces por primera vez a visitar aquellos lugares; por eso cuando me vi allí, no atreviéndome a pasar más adelante (Conjo se me aparecía en lontananza semejante a un sepulcro), acabé por dejarme caer al pie del muro que, siempre cubierto de césped y florecillas, sirve de límite a las huertas. Soplaba a la sazón un viento desapacible que, ya agitaba tristemente las copas de los árboles de hoja perenne, ya silbaba por entre las desnudas ramas de los que esperaban el dulce calor de la próxima primavera para cubrirse de frescos brotes. La alta chimenea de la fábrica vomitaba espesas bocanadas de negrísimo humo que aumentaba la tristeza del cielo, completamente encapotado; y como las continuadas lluvias habían dado una entonación demasiado agria al verdor de los campos, que la opaca luz de aquella invernal mañana alumbraba con monotonía, cuando recorrí con la mirada tan brumosos horizontes me pareció sentir que se posesionaba para siempre de mi alma el frío de todos los desencantos. Como las furias acosaban a los mortales malditos por los dioses, sentí que me acosaba el recuerdo de cuanto la amiga de Berenice acababa de referirme con tan grande como inaudita crueldad.

Y allí... allí mismo, a la luz del día y en medio del campo, empecé a mesarme los cabellos como una débil mujer, a sollozar como un niño y a rugir como una fiera, porque ¡ay!, sentía, ¡pobre de mí!, que la amaba más intensamente que nunca y que no podía dejar de ser suyo para siempre. Y he aquí que hallándome tendido boca abajo sobre la hierba, mordiendo la tierra, alguien me tocó suavemente en la espalda. Era nada menos que una vieja gitana, de verdosos ojos, tez morena y abigarrado vestido, la cual, cuando con torvo ceño la pregunté qué me quería, dijo:

-Buen mozo, pon en la palma de la mano una moneda de plata, y te diré en seguida la buena ventura, que no ha de pesarte de ello, pues tengo que revelarte grandes cosas, respecto de la pena que te está matando, y de lo que te ha de pasar en el porvenir.

Al oír tales palabras, maquinalmente y sin darme cuenta de lo que hacía, registré mi bolsillo y con la apetecida y milagrosa moneda indispensable para poder leer en mi oscuro destino, le tendí la mano.

-¡Bendita sea la madre que te parió y el padre que te engendró, a quienes Dios tiene ya gozando dicha eterna en la gloria! -añadió la bruja-. Eres un real mozo, y mejor suerte mereces de la que tienes, ¡caramba!, aunque de ti depende que mude tu mala fortuna. Una mala mujer te ha hechizado, ¡caramba, que es verdad!, y por cierto que no se llama Pepa, ni Juana, ni Antonia, sino que tiene el nombre tan enrevesado como las intenciones que son de engañadora y desagradecida hembra. Y yo te lo digo, buen mozo, que no volverás a comer pan sin lágrimas, mientras no logres arrancar del pecho el cariño que la tienes, queriendo a otra, porque la mancha de la mora sólo se quita con otra mora. Bien veo que no eres de los que aman y olvidan, y que en tu corazón ha tomado arraigo el hechizo, pero yo te lo digo y entiende que leo en tu porvenir como en un libro abierto; o mudas de afecto o te quedan muchas penas que sufrir y te espera un mal fin por causa de esa perra mujer que te ha engañado y vendido.

Y dicho esto, alejóse la vieja a toda prisa, dejándome iracundo, atormentado y medio loco.

-¡Maldita seas, bruja infernal, hija de la más vil escoria de la tierra! -exclamé rechinando los dientes.

¡También la miserable había querido manchar la sagrada memoria de mi santa con su torpe lengua y sus ridículos vaticinios! ¿Por qué la había escuchado? ¡Atreverse a llamarla mala mujer y aconsejarme que mudase de afectos! ¡Desventurado de mí! ¡Mándale al pez que abandone el líquido elemento en que habita, al pájaro que no vuele, al hombre que viva sin respirar! ¡Berenice... Berenice de mi alma... todos empeñados en ultrajarte, cuando eres la única, la imponderable, cuando sólo a ti puedo amar, cuando soy exclusivamente tuyo y me siento acabar sin ti!

-¡Vete al diablo! -exclamó Pedro impaciente y sin poder contenerse al oír la fervorosa exclamación de su amigo-, ¿es posible que aún hables así de ella? La viuda, la gitana, yo y todos, tenemos razón de sobra. ¿No te engañó y burló de la manera más inicua?

-¡Imperdonable...!, ¡inicua...! No me extraña el que así te expreses, natural es hablar torpezas cuando no pensamos bien lo que decimos. Si te hicieses cargo de lo que es el hombre, y que a pesar de cuanto se habla de su libre albedrío, nunca será capaz por un acto exclusivo de su voluntad, de amar o aborrecer a otro, sino que el corazón o una fuerza que no proviene de esa voluntad, la supedita y hace su esclava; si te hicieses cargo de esto y de otras mil cosas que no son del caso, no condenarías tan fácilmente la conducta de los demás, te mostrarías menos severo y me comprenderías mejor. En el tiempo a que me refiero, yo no podía ver tampoco bien claro el por qué de lo que me pasaba. El dolor y los celos me cegaban, sumiéndome en densas tinieblas, y sólo cuando mi buen tío me dejó oír su profética y santa palabra, pudo iluminar mi espíritu debidamente la luz de la verdad. No; no tuvo Berenice la culpa de maltratarme como lo hizo. Un oculto poder de que ella misma no podría darse cuenta fue el que, endureciendo para mí su corazón, la impelió a abandonarme y a juzgarme de la injusta manera que lo hizo.

-¡Poder del cielo! -exclamó Pedro-. Bien dicen que en este mundo de engaños y mentiras, el que no se consuela es simplemente porque no quiere consolarse. He ahí un sistema cómodo y a prueba de toda clase de desengaños.

-No me importa que te sonrías -añadió Luis, mirándole con cierta severidad-; no será por eso menos exacto lo que digo. Había yo sido impío e idólatra amándola como la amaba, sin acordarme de que al fin el barro no es más que barro. Había llegado a desconocer a Dios, colocándola a ella en lugar suyo, y de haberla entonces poseído, de haberla hecho mi esposa, al poco tiempo la hubiera asimismo matado y matádome con ella... ordenando que se nos enterrase en una misma fosa, a fin de que allí se confundiesen nuestros cuerpos, como irían a confundirse nuestras almas en otros mundos mejores. No le bastaba a la soberbia de aquel inmenso, de aquel monstruoso amor mío, y, ¡ay!, ¡no le basta todavía!, lo que es patrimonio del hombre, sino que pedía y buscaba aquello que pertenece exclusivamente a la divinidad. Dios fije, no ella, quien la apartó de mi camino, haciendo que un extranjero me la arrebatase, llevándosela a tierras tan lejanas que perdí completamente su rastro, como se pierde el del pájaro que cruza velozmente el espacio ante nuestros ojos, acaso para no volver más. Pero déjame que dé término a esta historia lo más aprisa que pueda, y que te cuente de la manera más comprensible de que soy capaz, cómo por la senda de tan acerbos dolores y de peripecias tan varias en su monotonía, llegué a sacar las lógicas consecuencias de que te llevo hablando, y se refieren a la comunicación e íntimas relaciones que existen entre lo que se ve y no se ve, entre lo que fue en el mundo y sigue siendo en otras regiones, entre el hombre y la naturaleza.

Te dije que la gitana con sus profecías y consejos, semejante a los antiguos magos cuando irritaban a las dormidas y encantadas serpientes, tocándolas con su vara de maravilloso poder, había ella irritado mis heridas. Maquinalmente dejé mi asiento, y sin saber lo que hacía, tomé por el camino de Cornes, que en tanto tiempo no osara atravesar, porque cada zarza, cada piedra y cada flor de aquellos estrechos senderos, que infinitas veces había recorrido para venir aquí en días más dichosos, tenían para mí colores, ecos y hasta gritos misteriosos que me desgarraban las entrañas. No retrocedí entonces, a pesar de esto, sino que proseguí marchando aprisa hacia el monasterio, que negreaba sombríamente en lontananza, como si algo me llamase con imperiosa voz desde sus hondas soledades.

El prado en donde las lavanderas suelen tender sus ropas, así como los barrancos y montecillos de aquel paraje siempre verde, hallábanse materialmente cuajados de margaritas y violetas y de otra multitud de florecillas silvestres, todas antiguas amigas mías, las cuales, al sentir mis pasos, me saludaron enviándome delicadísimos y tenues perfumes y volviendo hacia mí con tristeza sus frescas corolas. ¡Ah!, miré hacia lo alto para no verlas, porque no me era posible fijar en ellas la mirada sin sentir de una manera insoportable y aguda, como la hoja de un puñal que me traspasara el corazón, la nostalgia de mi perdida felicidad. Las urracas, los mirlos, los gorriones y jilgueros me salieron al paso hablándome en su deliciosa lengua de cosas muy queridas, y entonaron canciones que eran como el eco perdido de mis alegrías ya muertas... Apresuré el paso, diciéndoles al viento, a las flores, al agua y a los pájaros:

-¡Dejadme... dejadme, por piedad! Bien veis que no os he olvidado, pero no me recordéis tan viva y cruelmente el perdido bien por el cual me siento morir. ¿No veis qué demudado estoy? ¿No adivináis lo que sufro?

Y en vez de seguir hacia el molino en donde el verdor y el misterio aumentan su hermosura, entré en la desigual carretera que podía decirse mar innavegable de espeso barro, en donde me hundí sin escrúpulo ni aprensión, causando el asombro de las aldeanas que, arremangadas, atravesaban a duras penas aquel inverosímil camino. Por fin, cubierto de lodo, agitado y convulso, llegué al monasterio y penetré en el claustro en donde mujeres, niños y aun hombres (si bien éstos en corto número) se hallaban diseminados bajo las arcadas, al pie de la escalera por donde tantas veces yo había bajado para ir a reunirme con la amada de mi alma. Mi aspecto debía ser bien extraño porque todos al verme me miraron con asombro, casi con miedo.

-Con éste sí que anduvieron de todas veras las muy indinas -murmuró una vieja al oído de otra más vieja todavía-. Y yo, que no acertaba a explicarme cómo había llegado hasta aquel paraje donde tan tristes memorias y espectros tan temidos habían de salirme al paso, tomé maquinalmente asiento cerca de aquellas gentes, que acabaron por mirarme con amigos y compasivos ojos.

Hallábanse entretenidos en contarse unos a otros la historia y el origen de los extraños padecimientos que les aquejaban, y por preocupado que se hallase mi ánimo, tan extraño me pareció lo que referían con temerosa voz que no pude menos de prestar atención profunda a sus palabras. En verdad, más se creyeran al pronto sus relatos pura fantasía de mentes acaloradas que historias verdaderas de cuyo origen y esencia la razón se resiste a ocuparse. Mas los efectos causados por enfermedades sin nombre, no dejaban por eso de ser tan inexplicables como terribles. Éste dejaba salir de su infantil garganta un eco fuertísimo, ronco, gutural, perenne que no parecía hijo de ningún pecho humano, de fiera, ni instrumento conocido, pero que no se podía oír, sin que los nervios se crispasen, sin que el corazón se oprimiese y se experimentase una emoción de indecible disgusto. ¿Qué habría en aquella delicada garganta para que pudiese producir un sonido siempre igual, unísono, ronco, lúgubre? Empeñábase uno en devorar con repugnante y ansiosa avidez la gredosa tierra y la hierba que cubría el suelo, mientras otro, joven aún, pero de macilento y cadavérico semblante, iba y venía en incesante agitación, semejante a una ardilla cuando apenas si le quedaban fuerzas para sostenerse sin caer desfallecido. Parecióme el suyo tormento superior a los del infierno del Dante: por lo que aquel desventurado contaba, tomando entonces sus facciones una expresión feroz, desde el momento en que había bebido en el mismo caño de la fuente con cierta mujer que le quería y él desdeñaba, diabólicos deseos, inquietudes desconocidas, instintos verdaderamente crueles nacieron y se desarrollaran prodigiosamente dentro de sus entrañas, mientras el espíritu, la sombra, o como quiera llamársele, de aquella mujer aborrecida, persiguiéndole sin cesar, chupábale ocultamente las sangre, quitábale el apetito, privábale de sueño y le asesinaba lentamente, sin que ni de día ni de noche pudiese sustraerse a su influencia mortífera. Veíala en todas partes, hallábala dentro y fuera de sí, y poco a poco iba muriéndose de hambre, sin poder comer; de sueño, sin poder dormir; de inquietud, sin que le fuese dado gozar momento de reposo, condenado como se veía a tener siempre delante de sí, siempre consigo, la aborrecida y asesina visión. Suspenso me dejó, más que otra alguna, la inexplicable dolencia de aquel mozo, acaso porque sin que osara decírmelo a mí mismo encontraba en ella extraña analogía con el mal que a mí me aquejaba. A vueltas andaba en mi pensamiento con las ideas que en mí despertaba semejante relato, cuando la vieja que al entrar yo en el claustro se había fijado en mi descompuesto semblante y desmañado atavío, volvió a decirme:

-Enfermo está este mozo, pero, señorito, no lo está usted mucho menos. Los malos espíritus o las malas mujeres, deben hacerle a usted, a lo que parece, cruda guerra.

No me atreví a contradecirla, y alentada ella con mi silencio añadió en seguida con verdadero interés:

-Pero dígame, mi buen señor, si le es posible, cómo siendo usted un caballero pudieron atrevérsele brujas o maleficios, pues éstos no suelen habérselas con gentes de calidad, sino con nosotros, los pobres campesinos.

Chocóme casi tanto la pregunta como la observación de la vieja, y sonriéndome de una manera tan ambigua como lo eran mis pensamientos, respondíla:

-Ignoro en qué podrá consistir la predilección con que los malos espíritus miran a los hijos del campo, y lo único que puedo decirle, mi buena mujer, es que, si maleficio hay dentro de mí, por los ojos se me ha entrado hasta llegar al alma misma, y allí mora atormentándome como ninguno ha sido atormentado en este mundo.

-No necesita usted decirlo -replicó con lastimoso acento-, que bien se deja ver en su rostro y porte; pero si de esa manera -prosiguió hablando-, se ha metido en usted el hechizo, ha de ser más recio de salir que si se le hubiesen dado en vino, leche, agua o cualquiera otra clase de bebidas o alimentos, porque como decimos:


«Mal d'ollo ou feitizo que n'alma s'asenta, só sai para fora por gran milagreza».


-Mas no pierda por eso la esperanza, que Dios está sobre todo, y a Él toca únicamente hacer lo que a los hombres no les es dado en manera alguna.

En aquel momento dieron aviso de que podían dirigirse a la iglesia los enfermos que habían de ser exorcizados, y yo fui en pos de ellos como uno de tantos, impulsado por secreta fuerza y sin saber por qué iba.

Y sucedió después que sin saber también de qué manera pude llegar a tal extremo, caí arrodillado como los demás maleficiados ante el altar que en la espaciosa sacristía se hallaba dispuesto para el caso. Y mientras chisporroteaban las velas encendidas a cada lado del crucifijo de marfil, mudo testigo de la escena, y la sagrada estola cubría nuestras cabezas, piadosamente inclinadas hacia el suelo, el buen fraile, con el libro abierto en la mano, recitaba los terribles conjuros en un latín verdaderamente bárbaro y mucho más suyo que del Lacio, dando a su acento monótono y rudo cierta entonación tan a propósito para causar efecto en los ignorantes, como risa en los incrédulos. A decir verdad, los maleficios y espíritus que quería arrojar a los abismos infernales debían ser de lo más inobedientes en su género, porque no dieron la menor muestra de que fueran a dejarnos libres de su importuna compañía. No hubo gritos, ni convulsivos retorcimientos, ni nada que indicase las internas sacudidas que para abandonar nuestros cuerpos debían producirnos al oír los terribles conjuros.

Estas reflexiones las hice después al calor de mis recuerdos, porque será bien que te advierta que mientras duró la ceremonia. Mi alma, como nunca atormentada, se elevó hacia Dios, rogándole con todo el ardor de que era capaz que si en mis males había algo que pudiese encontrar cura o alivio, me le diese, ya que mis fuerzas se hallaban agotadas con sufrimientos superiores a ellas. Ya lo ves, Pedro, a estos extremos, por estas pruebas pasan los hombres, aun los más incrédulos, cuando los dolores que les aquejan son de esos que la ciencia no alcanza a curar, ni el pensamiento a medir en toda su intensidad.

Al terminar la ceremonia, como yo hubiese observado que el buen fraile me había visto a sus pies con extrañeza y desconfianza, le entregué no sé qué cantidad para que dijese unas misas por mi intención, y con esto reinó desde entonces entre ambos la mejor armonía.

-Perdóneme que le pregunte -me dijo llamándome a un lado sigilosamente-, qué clase de dolencia le trae aquí, porque no es costumbre en jóvenes como usted y personas de su calidad que quieran curarse de esta manera, faltándoles, como les falta, la fe, que es lo esencial en tales casos.

-Mi mal es inexplicable, padre -le respondí-; si bien me importuna de tal suerte que, como usted ha visto, no rehuyo hacer toda clase de remedios, con la esperanza de que alguno pueda llegar a serme provechoso. No tema usted, no, que vaya a faltarme la fe mientras venga como ahora a postrarme ante este altar...

-Está bien, está bien -repuso el fraile como si rumiase sus palabras-; pero, ¿en qué forma se presenta su enfermedad? ¿Por medio de vahídos de cabeza, ronquidos del bazo, náuseas o divagaciones del sentido?

Al oír yo semejantes preguntas, sobrado ajenas a la índole de mis padecimientos, empecé a sentirme tan impaciente y deseoso de dejar aquel hombre que haciendo ademán de alejarme le contesté a toda prisa:

-Padre, me imagino que todas mis entrañas se hallan igualmente doloridas por efecto de la maligna ponzoña que tengo en el cuerpo... Pero será mejor que no hablemos de ello, pues siento que esto aumenta mi mal de una manera insoportable.

-Aguarde un momento todavía -volvió a decirme con una calma y gravedad para mí desesperadora-. No le hago sin misterio dichas preguntas, y sí por su bien; porque pudiera ser que en vez de nueve días de exorcismos bastasen tres solamente, caso de que la enfermedad no haya tomado mayores proporciones y adquirido muy hondas raíces.

-¡Oh, demasiado hondas, señor! -le repliqué-, ¡hondísimas!

-¡Qué diantre! ¿Por qué no vino usted entonces más antes? Todos los males quieren curarse en tiempo -exclamó casi enojado.

-No he venido más antes, padre -le respondí poco más o menos en el mismo tono-, porque hasta hoy no se me había ocurrido semejante idea.

-¡No está mal! ¡No está mal! -dijo el fraile con un si es o no es de socarronería-, y quiera Dios no haya acudido usted demasiado tarde. En fin, no se desaliente por lo que acabo de decirle pues de todas maneras no hacen nunca daño las cosas de Dios. Adviértole, no obstante, que cuanto más eficaz le sea el remedio, más mal ha de sentirse al pronto, porque los espíritus malignos no obedecen los mandatos de arriba sin causar graves daños en los cuerpos que se ven obligados a abandonar. Vaya ahora con Dios, y no falte ni un día a la ceremonia para que produzca el bien deseado.

Yo hui, más bien que me alejé de aquellos sitios, en un estado de ánimo difícil de describir. Me hallaba humillado a mis propios ojos y, como nunca, falto de toda esperanza. Al salir no pude menos de recorrer con azorados ojos el interior de aquella iglesia, no sombría como suelen serlo las de la ciudad vecina, sino alegre, de plácida luz, espaciosa, templada, y a propósito para consolar de sus miserias a los pobres campesinos que hallan en ella su refugio y santos regocijos, y que creen entrever el cielo cuando en el día festivo, al salir de sus casuchas mal construidas y peor ventiladas, penetran en aquel recinto sagrado, en donde al pie del Cristo humea el incienso, los cirios arden y resuenan los sagrados cánticos de los sacerdotes.

La luz que desde la alta bóveda bajaba al fondo del templo era confusa y triste por ser también el día nublado y tempestuoso. Hallábanse las naves completamente desiertas, sin que se viese ni un devoto elevando sus preces al altísimo. El fraile y el sacristán hablaban allá al fondo en voz baja, y el ruido de mis pasos era lo único que se sentía resonar de una manera especial en medio del silencio y soledad que reinaba en la iglesia. Mi corazón se oprimió al calor de los recuerdos que en mí se despertaban, y yo no sé si salió de mi pecho, si de otra parte, el suspiro hondo y prolongado que hirió mi oído lastimándolo dolorosamente. Lo que sí te aseguro es que en aquel momento, ella, ella misma, Berenice, se me apareció multiplicándose a mis ojos, como se multiplican los objetos vistos a través del tallado cristal. La vi, ya en este altar, ya en el otro, ya en el lugar que ocupaban las imágenes que en ellos se veneran; la vi orando en cada oscuro rincón del templo, la vi arrodillada en el coro, y, por último, atravesar bajo las oscuras naves y desaparecer por la puerta llamándome antes amorosamente con su mano de marfil. No sé lo que entonces pasó por mí. Sentía a la vez alegría intensa y profundo terror; pero fui en pos de ella deslumbrado y la seguí hasta el bosque, viéndola marchar siempre delante y sin poder alcanzarla jamás, ni tocar siquiera la orla de su vaporoso y blanco vestido.

¡Y aquello era desesperador para mi corazón! El anhelo y viva ansiedad que de mí se apoderó durante los larguísimos y a un tiempo cortos momentos en que la perseguí a través de la sombría arcada y de las desiertas alamedas, sólo pueden compararse a la dolorosa angustia que nos oprime y atormenta en los malos sueños cuando huimos pesadamente del fantasma que nos persigue, o no podemos correr tras de algo muy deseado que nos huye. Parábase ella en alguna de esas alamedas, como esperándome; después atravesaba el río, semejante a una sílfide, y se sentaba en la opuesta orilla; inmediatamente pasaba a la isla enviándome un beso, y tornaba a atravesar la corriente y a reclinarse un poco más lejos sobre el césped, llamándome y sonriéndome como la traidora esperanza debe sonreír al pie del patíbulo a los condenados a muerte.

Ignoro el tiempo que pude andar corriendo desatentado y jadeante tras de su sombra; sólo recuerdo que al fin caí como herido por el rayo al pie de un árbol contra cuyo tronco debía herirme quedando sin sentido. Cuando volví en mí hálleme con la cabeza reclinada en blando regazo, mientras una mano que me pareció de mujer por su pequeñez y suavidad, restañaba cariñosamente la sangre que por mi frente lastimada corría. No me atrevía a abrir los ojos... Al cabo... ¿habría tenido compasión de mí? ¡Hallábame tan a gusto percibiendo el calor de aquel regazo... el contacto de aquella mano! Mi corazón, no obstante, permanecía helado, mi pulso latía con regularidad, y el dulce perfume de su cuerpo no venía a embriagarme como otras veces... no lo percibía siquiera... Fueme imposible permanecer por más tiempo en semejante incertidumbre. Levanté la cabeza lleno de esperanzas... mire... y, ¡pobre loco!, no era ella. ¿Ni cómo pude suponer otra cosa, cuando mi ser permanecía, si bien a gusto, indiferente y frío? Al levantar los ojos halléme con un rostro casi infantil, hermoso como debió ser la primera alborada que brilló sobre el mundo, y que... ¡coincidencia extraña y cruel!, tenía el tipo, la forma, el color del de mi Berenice. El tinte dorado del cabello, el corte gracioso y fino de la nariz, el verde azulado de los ojos, todo era semejante al suyo, y sin embargo... Pienso que desde aquel mismo instante empecé a sentir contra aquel ángel un odio de mal agüero, porque así profanaba, recordándomela, la imagen sagrada de mi Berenice.

Aquella niña, que apenas contaría dieciséis años, tenía por sobrenombre Esmeralda, porque, a semejanza de la heroína de Víctor Hugo, era hermosa; y si bien no poseía la habilidad de enseñar a leer a una cabra el nombre de su amante llevaba al pasto un rebaño y vagaba con él por estos campos tan en consonancia con la belleza entre apasionada y dulce de la joven campesina. Huérfana de madre, su padre, tenido por hombre de durísimo carácter, casóse en segundas nupcias con una mujer parecida a él en las malas entrañas. Y como Esmeralda era dulce y tímida, fue bien pronto víctima de la codicia y mala voluntad de quienes la consideraban como un estorbo. Por esto, compadecido el cura de la desventurada niña, y al fin de que dejase de ser pesada carga para el padre, que diariamente la maltrataba, puso a su cuidado seis lindas cabras con sus crías y un centenar de corderos, dándole por su trabajo vestidos y cotidiano alimento.

Bien pudiera callar estos insignificantes detalles, y decirte únicamente que desde aquel día fue ella casi el único ser con quien hube de comunicarme en estas umbrías; pero hallo cierto placer, desde que ha muerto, en recordar cuanto toca a su brevísima historia, ya que el olvido es la manera más dura con que podemos castigar a nuestros enemigos desde que han dejado de existir.

-Noble es tal conducta, dijo Pedro con algo de ironía; tanto más si te remuerde algo la conciencia por lo que toca a la bella pastorcilla. ¡Apuesto a que al cabo la enamoraste! Un pecadillo más que el Señor no dejará de perdonarte y que yo encuentro de buen gusto, si así te fue fácil ser infiel a Berenice.

-¿Y qué es ser infiel? ¡Encuentro tan ambigua esa frase! No enamoré yo a Esmeralda; ella fue la que, como las flores deben enamorarse del sol, se prendó de mí hasta el punto de que, a pesar de mi constante preocupación, pude apercibirme bien pronto del extremo con que me amaba la pobre niña.

-Y tú ¿habrás sido capaz de permanecer insensible a tales encantos y leal a los dioses enemigos?

-Si en mi inmortal pasión por Berenice hubiese posibilidad de mudanza, sólo Esmeralda, delicada y dulce como la resignación, podría sustituirla en mi alma herida por incurable dolor; pero esto era imposible... Tú verás cómo lo era.

Cuando aquel día (el primero en que la conocí), regresé a la ciudad, mi mente iba preñada de extrañas y perturbadoras imágenes, y mi pensamiento de sombras a cual más temerosas. Los árboles del bosque con sus desnudas ramas, el fraile con sus conjuros, los enfermos con sus cadavéricos semblantes, Berenice huyendo, Esmeralda sonriéndome, la viuda que para curarme de mi pasión me había revelado aquella misma mañana tantos horrores asesinándome con sus piadosas miradas... todo esto se confundía y amalgamaba dentro de mi conturbado cerebro. Desde aquel día sé lo que es estar loco. ¡Si pudieses comprender cuán horrible era aquello! Creeríase que, como me lo había advertido el buen reverendo, al sentir los malignos espíritus que iban a ser desalojados de mi cuerpo, empezaban a causar en él los temidos cuanto anunciados estragos, indicio cierto de esperanzas halagüeñas y de futura salud para los dolientes. Algo diabólico parecía que moraba dentro de mí, y se retorcía en inacabables espirales, como algunas veces las fingen a nuestros ojos hábiles prestidigitadores. Mis ansias por volver a ver a Berenice, así como mis celos tomaron repentinamente inverosímiles proporciones, mientras mi corazón y amor propio heridos, daban inequívocas muestras de rebelión, inspirándome una sed de venganza que sólo podía ser satisfecha de la manera criminal que el odio unido en híbrido consorcio con el amor me aconsejaban secretamente. Todo cuanto en mi idolatría por ella había de desinteresado, de sublime y de santo, estaba a punto de ser ahogado bajo el peso de las más crueles y aviesas pasiones. Lo primero que hice fue indagar, a costa de los mayores sacrificios, si Berenice vivía, porque la visión de la iglesia y del bosque me hacían temer si habría dejado de existir, si no volvería a verla en este mundo. Hoy ignoro todavía por qué se me representó de aquella manera que tanto me ha atormentado. ¿Quiso decirme «no volverás a verme ya, me buscarás sin que logres hallarme nunca en la tierra»? ¡Imposible! Yo sé que he de estrecharla todavía contra mi corazón; y ahora, hoy menos que nunca, puedo dudarlo. Pero en tanto no llega tan supremo momento, ya que su espíritu calla al presente, todo permanecerá velado.

Las indagaciones que hice por aquel tiempo, permitiéronme saber al fin que Berenice, como siempre hermosa y aún sospecho que feliz, viajaba en compañía del yankee, quien, como se lleva un fardo, se la había llevado a dar una vuelta al mundo. Esto no pudo menos de encender más y más mi cólera contra ellos, porque iban ¡solos!, ¡solos!, a recorrer la tierra, y mis celos tomaron de nuevo un incremento espantoso, siéndome preciso, para desahogar la ira que me enardecía y engañar mis insoportables deseos, lanzarme por todas las sendas del pecado, hacer criminales experimentos, beber en corrompidas fuentes el agua pastosa del hastío y jugar con cuanto había en mí de más puro y noble, como un niño mendigo con sus harapos. Precisamente, semejante vértigo me acometió con mayor fuerza en los mismos momentos en que acudí por espacio de nueve días consecutivos a oír los exorcismos que el fraile pronunciaba cada vez con bárbaro y risible fervor. Ni esto era extraño tampoco, porque la rebeldía de mi espíritu, tratándose de la pasión que por completo le poseía, era tan grande, y de tal suerte las ocultas corrientes que me combatían parecían influir en mi destino, que se hacía poco menos que imposible e ineficaz otro remedio, aun cuando lo hubiese para mí.

-¿Cómo estamos? -me preguntó algún tiempo después el buen fraile-. ¿Vamos mejorando? Porque si el mal persistiese -añadió- (y se me antoja que sí) volveríamos contra ellos con todo el poder que el Señor nos ha otorgado. Haylos, sin embargo, tenaces, y que se resisten (quizá obedeciendo a altos designios de la Providencia) a abandonar su presa, aun cuando se usen con ellos remedios supremos. En este caso, amigo mío, es fuerza resignarse, como a un castigo que acaso merecemos, al mal que nos aqueja; porque no se pueden contrarrestar las corrientes que vienen de lo alto, y lo único que resta que hacer al enfermo es ponerse a bien con el Todopoderoso, hacer vida ejemplar y esperar humildemente la muerte, ya que, con maleficios o sin ellos, nadie ha de verse libre de sus garras.


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